Fuente fotográfica: Diario de Cuyo |
Era una
tarde de invierno común, caminaba entumecido y de repente escuché unos maullidos
de "distress call". Muy curioso me acerqué al basural y pude observar
que ahí estaba él. Sinceramente estaba más escuálido y flaco que rocinante y
mucho más mugriento que los gallinazos que suelen frecuentar el muladar. Sin
duda alguna, me había cruzado en el camino de un gato negro y no al revés.
Pero me preguntaba si ¿Podría caber tanto sufrimiento en tan pequeño cuerpo? Prometí que, si en sus otras vidas le habían tratado mal, en esta sería diferente. Y así fue. Nos convertimos poco a poco en buenos amigos. Era cierto lo que decían, que la relación con los gatos es mutua. Si no les das cariño, ellos no te lo devuelven. Quieren a quien ellos creen que se lo merece.
Tantas veces en las noches mientras dormía, sacaba los dedos de mis pies entre las sábanas, y el, cual felino a su presa, se lanzaba sobre mis dedos, generando una defensa implacable en mí, que terminaba con una tregua de comida. Otras veces yo esperaba sentado junto a la ventana, pensando en qué es lo que haría cuando sale de casa. Acaso iría a estudiar al colegio de los gatos, o tal vez estaría en su infatigable conquista de amor. Días después volvía a casa, como si nada hubiera pasado y sin decir nada, se dormía en cualquier lugar de la casa. ¡vaya resaca felina que traía!
Fueron 5 años de estima mutua, hasta que un día se marchó para siempre. Lo recuerdo, fue una tarde lluviosa en la que él, por darse de travieso, tiró al piso un estante repleto de mis libros favoritos. Me molesté y lo recriminé por ello, y seguramente fue esa la causa para que se marchase. Días después, supe que encontraron a un gato, tirado al costado de la carretera, había sido atropellado por un salvaje al volante. No pude encontrar su cuerpo, por ello jamás le di cristiana sepultura.
Quizá está en el cielo de los gatos, o tal vez en el infierno, eso no lo sé. Pero si sé que me hace mucha falta, pues como de costumbre me siento esperando a que algún día se aparezca y brinque a mis brazos y pasar la tarde observando a las gotas de lluvia jugar a las carreras mientras pasan por mi ventana.
Se te extraña mi querido Friedrich.
Pero me preguntaba si ¿Podría caber tanto sufrimiento en tan pequeño cuerpo? Prometí que, si en sus otras vidas le habían tratado mal, en esta sería diferente. Y así fue. Nos convertimos poco a poco en buenos amigos. Era cierto lo que decían, que la relación con los gatos es mutua. Si no les das cariño, ellos no te lo devuelven. Quieren a quien ellos creen que se lo merece.
Tantas veces en las noches mientras dormía, sacaba los dedos de mis pies entre las sábanas, y el, cual felino a su presa, se lanzaba sobre mis dedos, generando una defensa implacable en mí, que terminaba con una tregua de comida. Otras veces yo esperaba sentado junto a la ventana, pensando en qué es lo que haría cuando sale de casa. Acaso iría a estudiar al colegio de los gatos, o tal vez estaría en su infatigable conquista de amor. Días después volvía a casa, como si nada hubiera pasado y sin decir nada, se dormía en cualquier lugar de la casa. ¡vaya resaca felina que traía!
Fueron 5 años de estima mutua, hasta que un día se marchó para siempre. Lo recuerdo, fue una tarde lluviosa en la que él, por darse de travieso, tiró al piso un estante repleto de mis libros favoritos. Me molesté y lo recriminé por ello, y seguramente fue esa la causa para que se marchase. Días después, supe que encontraron a un gato, tirado al costado de la carretera, había sido atropellado por un salvaje al volante. No pude encontrar su cuerpo, por ello jamás le di cristiana sepultura.
Quizá está en el cielo de los gatos, o tal vez en el infierno, eso no lo sé. Pero si sé que me hace mucha falta, pues como de costumbre me siento esperando a que algún día se aparezca y brinque a mis brazos y pasar la tarde observando a las gotas de lluvia jugar a las carreras mientras pasan por mi ventana.
Se te extraña mi querido Friedrich.
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