Los años maravillosos de la niñez no son eternos, estos dan paso a los años rebeldes y desafiantes de la adolescencia. Es la edad incomprendida en la que uno sale del nido por cuenta propia y sobrevuela por la ciudad ya no sólo para ir al parque a jugar, sino para adentrarse en algunos oscuros lugares de la civilización. En esa aventura salvaje por la ciudad, uno regala sus primeros suspiros y también siente el dolor de sus primeros raspones del corazón.
El privilegio de vivir en una ciudad donde el sol abriga todo el año, también se convierte en dicha, ya que algunos barrios todavía mantienen sus enormes huertos que son copia del edén, debido a que abundan frutas de todos los colores, olores y tamaños. Chirimoyas, nísperos, mangos, pacayes, plátanos, granadas, lúcumas, naranjas y hasta las guayabas que antes se comía con todo y los gusanos adentro.
En el barrio privilegiado junto al Huallaga, todos tienen sus frutales al frente de sus casas, pero el que había heredado mayor extensión de terrenos fue “don Hilario”, un vecino bonachón que al no tener hijos, dejaba que los adolescentes y jóvenes del barrio, puedan coger las frutas que deseasen. Sin embargo, como la felicidad no dura mucho, el buen vecino se marchó a la tierra colorada y al irse vendió su propiedad, la misma que la adquirió un hombre solterón y de pocos amigos.
Desde el primer día de mudado, este misterioso hombre levantó un cerco de alambres a sus frutales, impidiendo que alguien se acerque. Además paseaba a sus dos enormes perros expertos en ladrar y los dejaba encerrado dentro del frutal. Sin embargo, como todo adolescente desafiante, guiados por el conocido refrán de “perro que ladra no muerde”, cierto día decidieron entrar a disfrutar de las frutas maduras. Los perros se encontraban haciendo la siesta en uno de los grandes rincones del terreno.
Alberto y Juan, treparon en los árboles de mangos y nísperos, mientras que abajo Luis, Jhon y Estefany, recogían los frutos que lanzaban los intrépidos. Después de unos diez minutos y en los instantes finales para que el plan diese resultado, saltaron los dos perros y, los tres adolescentes que se encontraban abajo, no supieron por donde escapar. Jhon y Estefany, sin pensarlo dos veces se subieron también al árbol. Luis quien al principio estaba escapando para trepar el cerco de púas, desistió y eso le costó caro al pipiolo ladrón, ya que uno de los perros le mordió la pierna y lo agarró de su pantalón, pero Luis logró zafarse de su pantalón y en calzoncillos corrió hasta treparse en los árboles.
Mientras los enfurecidos perros querían trepar los árboles, hizo su aparición un hombre de cejas blancas que parecían cachos, de mirada rabiosa, tenía pocos pelos en la cabeza, y en la mano traía un trinche (se le llama también horca, una herramienta para la chacra). Al ver a los adolescentes llorando, regañó a sus perros y ayudó a los muchachos a bajar de los árboles. Pero como los ladridos ya habían alertado a todo el barrio, los padres de los adolescentes no tardaron en llegar hasta la chacra.
El más perjudicado era Luis, porque sin pantalón y un poco ensangrentado en las piernas, corrió llorando en su madre y le dijo: “Fue don satanás, fueron los perros de satanás”. El resto obviamente rieron a carcajadas. Don satanás (quien desde ese día quedó con ese apodo y que por cierto le agradaba) dijo también entre risas, que es su propiedad y que no deberían de ingresar sin permiso. Aquella vez, los adolescentes aprendieron que perro que ladra también muerde y, además, fue la ocasión en la que formalmente había nacido un satanás en el barrio.
A este hombre de poco hablar, a veces se le veía alegre, mientras que otras tantas veces, se le veía regañando hasta a quienes pasaban por enfrente suyo. Muchas de las pelotas con las que jugaban los adolescentes en la calle, fueron desinfladas por obra y gracia de “satanás”. Sin embargo, pasado algunos años, pareciese que su corazón se ablandó, puesto que a los nuevos adolescentes ya no les malograba la alegría, sino que incluso en cierta oportunidad, les regaló dos pelotas para que jueguen. Asimismo, había quitado el cerco de sus frutales y ya no impedía que la gente del barrio cogiese de sus frutas. Para no dudar de su cambio, a veces cogía sus frutas y en pequeñas canastas lo llevaba hasta la puerta de los vecinos.
Don satanás, indudablemente se había convertido en uno de los vecinos más queridos del barrio. Hace poco, mientras todos estaban encerrados por la cuarentena obligatoria, un mensaje inesperado tocó la puerta de los vecinos. Don satanás había sido contagiado por el coronavirus. Los primeros días estaba sin ningún síntoma, hasta que en los posteriores días, comenzó a faltarle la respiración, por lo que en el barrio llamaron a la ambulancia. Don satanás, consciente de su situación, suplicó al personal médico que había ido a socorrerlo, que lo dejase caminar por el barrio por última vez. Se puso su mascarilla y su mameluco y salió desde su casa agarrado el trinche que lo había dado la fama de satanás. Caminó por la mitad de la calle levantando con una mano su trinche y con la otra mano hacía el gesto de despedida, mientras que todos los vecinos desde sus ventanas, llorando de sobremanera, le decían al querido satanás, que pronto se mejoraría y regresaría al barrio.
Estuvo internado 10 días, pero su cuerpecito machacado por los años, no pudo dar batalla frente al silencioso virus que acecha el mundo. La noticia de su fallecimiento golpeó a los vecinos, quienes esa misma tarde en sus viviendas, colgaron una bandera negra en señal de luto por la pérdida del vecino más querido. Asimismo, en el whatsapp grupal del barrio, acordaron que cuando pase la pandemia, construirán una estatua en medio del frutal, y en cuya inscripción dirá:
“Aquí dormitan los recuerdosdel único satanásque Jesucristo dejó entrar al cielo”.
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